23.5.12

TERROR 04.- Regalo de iniciación, Liliana Savoia (Argentina)

Ese jueves 19 de abril,  sigue siendo, para mí, un recuerdo imborrable, sobrevive  tan claro como si fuera ayer, o mejor aún, como si fuera hoy. Los acontecimientos que ocurrieron anterior y posteriormente  generaron en mí un análisis que mejor nunca hubiera hecho.
Faltaban quince minutos para las siete de la tarde, salíamos de la capilla como todos los días, habíamos terminado las vísperas, oración tan querida por la mayoría de mis hermanos que realizábamos diariamente a las seis en el oratorio del convento  como en todas las abadías  del mundo. Esa tarde unas horas antes, fray Horacio, me comentó de un libro antiguo que leyó sobre la mariposa negra, y su simbología relacionada con la muerte.

       Después de casi tres cuartos de hora salimos de la capilla directos al comedor, espacio no solo para  comer, sino conversar, reír, compartir, y de hecho cenar. Como era jueves la cena duró aproximadamente una hora. Luego tuvimos tres cuartos de hora para recrearnos, hacer tareas

Entré en mi celda, me lavé los dientes, me puse el pijama. Cumpliendo con la rutina tomé mi libro, eran alrededor de las diez.

El convento tiene dos edificios grandes: uno antiguo de madera, llamado  “el noviciado” , donde tienen sus celdas los novicios, la biblioteca antigua que guarda libros antiquísimos y la habitación del padre abad. En el otro de concreto, el seminario, donde se hallan las demás habitaciones, el comedor, la capilla, la cocina, y otros cuartos.

Mi habitación estaba en el edificio de madera, cerca del campanario, Los hermanos mayores, consagrados  sacerdotes,  como Edgar, Teodoro y Giorgio, contaban  historias sucedidas en esa antigua edificación.

Nuestro sacristán Juanito, un hombre sencillo e ingenuo, que realizaba la limpieza del templo mayor, me contó de la mujer del velo negro con un bebé en brazos que se aparecía en el campanario. Decía que ella, al bajar,  entraba en la única habitación vacía del noviciado que estaba frente a la de Juanito; él siempre terminaba su relato contando, que desde su cama, podía verla a través del orificio de la cerradura, sentada en su cama dándole de mamar a su bebé y levantando el rostro para mirarlo.

Cuando vi mi reloj eran ya las doce y diez de la noche, yo seguía leyendo, sin sueño aún. Apagué la lámpara y traté de dormir, pasaron como unos quince minutos de silencio y quietud, cuando escuche un murmullo de voces, sentí un escalofrío, era semejante al coro de los frailes cuando cantaban en la capilla, pero lo extraño era que a esa hora no había oración y haberla  me habrían avisado. Me levante dirigiéndome hacia la capilla, caminaba inquieto y tembloroso, no podía dejar de pensar en lo que encontrar. Al llegar, la  sorpresa latigó mi corazón, observé  que la capilla estaba llena, de un lado los frailes, del convento vecino, eran la rama femenina de la orden. Todos rezaban en latín con mucho fervor, como suplicando. Sin embargo,  mayor aún fue mi asombro al ver que no estaba el sagrario dorado de siempre, sino colocado  en el extremo lateral izquierdo. Descansando sobre un pedestal de madera una urna marrón, barnizada, desconocida; una de las religiosas se dirigió hacia allí, abrió su puertecilla y sacó un pequeño copón dorado repleto  de ostias, lo puso en el altar central. Todos se arrodillaron, yo congelado por la extrañeza del acontecimiento, también me arrodillé. “Oramus et Dominus nostrum”, se escuchaba a coro, yo no entendía nada, miraba hacia todas partes, todos tenían las capuchas colocadas sobre sus cabezas,   leían un librito que yo no tenia, que desconocía. El ambiente era de sacro temor, estaba seguro que algo sucedía. Nadie voltio a mirarme, ¿Qué pasa Señor, atiné a preguntarme? Era lo único que pensaba. ¿Que pasa, Señor? ¿Qué pasa?

En eso, abrió la puerta de la capilla, nuestro padre Juan, el abad, con su imponente hábito blanco humo, agitado.

¡Horacio! Me llamó con voz potente pero baja ¡ven conmigo!, Salí de inmediato y me encontré con otro grupo de frailes que lo acompañaban, sin tiempo de preguntar nada, me empujaron en dirección a la cocina que daba al comedor y a la entrada del noviciado. Era una especie de portal que dividía los dos edificios, por un lado el comedor y por el otro una salita; mientras caminábamos un hermano me puso la capa del hábito, otro una guitarra en la mano  diciéndome en voz baja ¡Sol y Re, Sol y Re! Cuando llegué a la puerta de la cocina vi que también estaba el hermano Edgard en las mismas condiciones que yo, también con una guitarra, sus dedos variaban las notas sol-  re, sol – re.

              La salita que colindaba con el comedor era de tipo colonial barroco, en ella se recibía a los familiares de los frailes que esporádicamente venían de visita, tenia por un lado, el que daba a la pared, dos sillones rojos de terciopelo y por el otro lado la salita en si, con una mesita de centro y siete sillas. Contra la pared una antigua radiola que ya nadie usaba. Cuando me asome por el portal mi sangre se congeló, vi que había una cortina que dividía en dos a la salita justo por la mitad. Al otro lado de la cortina se traslucía la figura de una mujer, desnuda,  de frondosa cabellera, danzando, en medio de otras figuras que parecían estar detrás de ella, como en una orgia oscura, tenebrosa y diabólica. Sentí un frío desgarrador recorrer mi cuerpo y estacionarse en mis manos, me dolían. Edgard y yo nos miramos, vimos nuestros rostros pálidos casi amarillos, los labios blancos, supimos que debíamos que entrar para escondernos detrás de  los sillones rojos, utilizarlos como trincheras, hacerle frente a esa oscura figura femenina que había conmocionado el convento y que tenia a los frailes y  monjas orando y llorando en la capilla. Cerramos los ojos y nos encomendamos al bien, a la fuerza del amor que nos había llevado a encerrar nuestras vidas en un monasterio. Éramos mitad monjes mitad soldados, había llegado el momento de demostrarlo, cada uno con su guitarra como si fuera un rifle. Yo no podía abrir los ojos, no podía relajar los dedos helados de mis manos; el aire era rancio, denso, la luz se había tornado  rojiza,  el tiempo se había convertido en un eterno presente.

Traté de concentrarme, de recordar las sacras notas del Réquiem de Mozart que había escuchado durante el día, me asomé por el respaldo del sillón y comprobé que la mujer aún estaba allí, bailando y al padre abad, arrodillado, casi en el portal de la salita con sus manos juntas a la altura del pecho, sus dedos entrecruzados, sus ojos cerrados y su cabeza inclinada, ¡Sol y Re! ¡Sol y Re! Escuchaba que repetía frenéticamente. Miré a Edgar. Él recibió mi  mirada con estupor, nos arrodillamos, comenzamos a tocar,  nunca antes, tres rasgueos para cada nota comenzando por Sol, las guitarras no se escuchaban.

 ¿Qué es esto, me pregunté? ¿Qué sucede? El frío del miedo se iba alejando por el calor del esfuerzo, seguíamos tocando. A la tercera secuencia de notas retumbó todo el lugar, fue un grito ensordecedor que contenía otros gritos en su interior. La mujer ya no danzaba si no que se retorcía, sus manos querían arrancarse el cabello, me di cuenta, por lo gritos que emitía, que sentía dolor, mucho dolor, que las notas que tocábamos, aunque no las escucháramos, la herían. Escondido detrás de mi trinchera, empecé a sentir un poco de confianza, de alguna manera supe que no podía exponerme a su mirada, que eso sí sería mi fin y no me expuse, seguí tocando las notas del silencio. La luz rojiza comenzó a disiparse y poco a poco fue subiendo el volumen de la guitarra, los gritos se volvieron más tenebrosos y escalofriantes, podía sentir su furia y su olor, una mezcla entre amoniaco, cloro y propano. Volví a mirar, la cortina se acercaba con lentitud hacia nosotros, los gritos y las voces eran cada vez más amenazantes, la guitarra otra vez muda. Los gritos llegaron a un nivel insoportable, sentía que entraban en mi alma a través de los oídos, Edgard estaba convulsionando, con los ojos en blanco, vomitaba sobre  la guitarra, la cortina avanzaba, me iban a devorar, el fin era inminente, ya no tenía fuerzas para continuar. Mis manos se debatían entre taparme las orejas o seguir tocando, ¡Señor! ¡Dios mío! ven en mi auxilio. Supliqué
           No recuerdo más detalles, sólo que desperté. Ya no estaba acostado sobre mi almohada, sino  sobre  el almohadón de plumas que me regaló nuestro Padre Abad, la noche anterior, el 18 de abril, en conmemoración de los diez años de mi iniciación. Me hallaba  en la capilla, todos los hermanos se acercaban a un cajón, depositaban una flor sobre mi cuerpo. Una guitarra sonaba al son de ¡Sol y Re! ¡Sol y Re! ¡Sol y Re!